El tiempo
deviene pesado, lentamente. Y, aunque los párpados de su cara le pesen,
poder-dormir no ha asomado hasta ahora a pesar de las distintas formas y modos
horizontales que adoptó en el transcurso de su intento. Pero se ha erguido, se
ha vuelto hacia el comedor, ha decidido no forzar el sueño para que el sueño lo
fuerce a él, súbitamente, si es probable o posible, luego, a irse, como llevado
por un imperioso cansancio, a la cama nuevamente.
La lámpara
derrama su volumen cónico de luz sobre las superficies que se interponen entre
el fenómeno electromagnético y las pequeñas sombras de los objetos que aparecen
de pronto, luego de que su dedo haya presionado la tecla correspondiente. Mira
hacia la ventana, pero la opacidad después del vidrio le devuelve pura sombra
y, si se detiene un poco, ve apenas un reflejo de sí, de su cara mal dormida y
de la heladera, al fondo.
De todas
las sombras habidas y por haber, la noche se presenta como madre e institución,
como principio opuesto de toda luz, como tiniebla compacta y aparentemente
interminable que derrama, también, su volumen, infinito en este caso, sin luna
y sin estrellas. Madrugada y ceguera imperial. Y él allí, bajo el artificio
eléctrico que contrasta pero no equipara la oscuridad de lo invisible, se
inclina sobre la idea de dormir, sin por ello acercarse.
Cree que
debería no ir a trabajar en la mañana y derrumbarse en el lecho en cuanto salga
el sol. Pero se trata de un lunes de muchas responsabilidades, de una pila así
de papeles para solucionar, de dos reuniones, entre las diez y las doce y entre
las quince y las dieciséis.
Primero la
luz tenue y difusa, luego el sol asomando por algún horizonte invisible,
después el mismo sol ya despegado de la tierra, empezando su rutinario
recorrido de invierno, le arremete con toda furia un sueño insoportable. Sin
embargo, el lunes se presenta y él, también, en la oficina, heroicamente.
Los papeles
empiezan a mezclarse, el calendario se da vuelta, los párpados pesan más que
nunca, se acuerda de su novia, pero vestida de diablo y comiendo una sandía en
pleno junio, ve cosas imposibles, las caras se desdibujan, ya no sabe por
qué el balance del año pasado está
publicado en un aviso clasificado del diario ni por qué se tiñe de color café.
De pronto, un grito. Alguien le está gritando. No sabe quién, pero reconoce la
voz de su jefe. De todos modos no le importa.