Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

viernes, 25 de marzo de 2016

No me pidas tantos caramelos



No me pidas tantos caramelos


Tenerte ya no será la virtud de la locura, que emprende el viaje hacia la orilla de la ciencia contando las monedas de plata y cobre. Más bien es un acto rotundo, inmenso, plagado de voces que cantan en retazos de tu vestido los versos del amor. Y la gente viene a preguntarme por qué te quiero así, por qué te busco aún ahora con los ojos llenos de fuego, por qué te sigo buscando ciego cuando los caminos están cerrados de tanto ladrillo junto. Entonces me desnudo y te quiero, te beso hasta las pantorrillas, y te sigo besando tierno como si fuera el perro de tu dueño, la magnolia del árbol que da sombra y las palomas desparramadas aquí y allá, por todas las partes del cielo. Se me acaban los dulces. los chocolates, los caramelos. Decime que me querés, decime que todavía me está queriendo nuevo.



domingo, 13 de marzo de 2016

Sin querer



Sin querer


No te quiero ni me quieres
No te busco ni me buscas
No somos nada y nada hemos de ser
porque no queremos ser nada de eso
No somos nada de nada de nada
y nadando vamos juntos por la vida
sin querer querernos sin querer queriendo
porque no nos quisimos desde nunca
porque no nos queremos desde luego
Y como no nos vamos a querer
pienso en otra mujer que no eres
y siendo vos la otra que no quieres
aprendo a quererte desde ahora
como la mujer que no tengo y
la aurora que se asoma.




jueves, 10 de marzo de 2016

Moscardón



Me está volviendo a nacer un ojo en la misma cara de siempre. Yo sé --otros me lo han contado. Y es mi cara afligida la que emerge de un pozo para decir vaya aquí otro ojo, un ojo robado desde donde no sé. Repito: me está creciendo un ojorón en la cara simplona de siempre. Y no es casual, ni causa justa de por qué. Digo que esto es costumbre, hábito, indiferencia de todo asunto extraño que vuelve y vuelve cada tanto a desembarcar. Me estoy haciendo monstruo. Carajo qué monstruo. Todos los años pasa sin que lo quiera ni lo busque de primeras. Viene alguna figura legendaria con su vara de oro y me bendice la jeta pa que yo nazca un ojo de nuevo. Ya me estoy haciendo mosca de tanto ojo en la cara. Bish, bish, bish: ahora me crecen las alitas cascarudas y de paso los radares de antena.



Mesa redonda





Mesa redonda

Alberto Noriega levanta la cabeza y piensa en largar una de sus célebres frases, pero termina por limitarse a mirar de refilón a sus compañeros de mesa.  Recuerda sus años de juventud, cuando recién empezaba a estudiar Letras; caprichoso y tesonero, nunca hubo un muchacho con tanta disciplina. Ahora que mira en sus recuerdos, ve su trayectoria intelectual y sus amplios y sucesivos reconocimientos a nivel mundial. Fue sorprendentemente más de lo que su familia y amigos habrían esperado. Y ahora se regocija mientras rasca su calvicie y espera a las preguntas de rigor.
Juan Rodríguez lo escruta.  Lo conoce suficiente. Lo mira, y sabe que Alberto no solamente es un exponente reconocido de la crítica literaria, sino un pedante inflado de muchas teorías que han servido siempre para defender un sistema de desigualdad social. Sin embargo, hay una pauta de respeto entre los dos. Alberto, o el doctor --como prefiere que le digan--, no puede dejar de valorar la estética de las obras literarias de Juan. Más allá de su ideología política o social, Juan es un gran poeta y narrador; de lo que Alberto no puede sustraerse. Los poemas de “De cómo mis héroes son de barro” y la novela recién publicada “Mañana será el pueblo” son claros exponentes de la literatura contemporánea. Por otro lado, Juan, a pesar de estar en las antípodas del doctor Alberto, le debe a su adversario  el agradecimiento por una reseña que tuvo repercusión en los medios y que le otorgó a Juan otro tipo de lectores. Que sus libros pasaran del pueblo a las elites le pareció muy curioso, y todo eso se lo debe al academicismo de su oponente.
Pero, y mucho más humildemente, también está la presencia de Mariano, profesor de lengua y literatura de la escuela secundaria desde hace unos años, que fue quien los invitó a esta mesa de discusión. Armó algunas preguntas para un debate de dos horas aproximadamente, y ahora está ansioso por empezar con la primera.  Él tiene un nivel de cercanía con la realidad que quizá ninguno de los anteriores han podido conseguir a pesar de sus trayectos y experiencias. Su trabajo es duro pero muy gratificante. Desde recién egresado fue a parar a un barrio de una villa de emergencia donde actualmente vive y trabaja. Además de la escuela, participa activamente en un bachillerato popular, donde experimentó lo mejor de su vida: llegar a ver a chicos de ahí salir adelante, conseguir empleo, organizarse. Mariano conoce mucho a Juan y al doctor (no le vayamos a decir Alberto a secas, a ver si se enoja). Él está mucho más del lado de Juan que del doctor desde el punto de vista político. Aunque también tiene una diferencia importante con Juan Rodríguez, el consagrado autor, dado que éste jamás vivió en una villa.
En un momento determinado por la hora (ya son las cinco de la tarde) Mariano abre el debate con la siguiente pregunta: ¿ la educación en general, y la educación específica de la lengua, qué creen ustedes, cómo la consideran, cuál sería su determinación y su principio?, ¿acaso hay una regla absoluta a seguir en los lenguajes?
El doctor se apresura a contestar. Él piensa que hay un saber claro y distinto, algo a lo que se debe llegar tras un trabajo de esfuerzo y disciplina. Porque la cultura está dada. Hay una cultura y una no cultura. Lo importante es lo lejano, el patrón a seguir debe ser el de la civilización desarrollada. Lo demás es folclore, no es cultura, no desarrollo. Y en la lengua las cosas son así. Se habla bien y se habla mal. El doctor sigue queriendo demostrar que existe una verdad y una forma de la verdad. Y que esa forma se da a través de la lengua oficial. Todo su discurso se centra en esas pocas ideas que forman el canon conservador. Luego hace una pausa y se rasca la cabeza.
Ahora le va a tocar decir lo que piensa al otro, a Juan Rodríguez. Él, siguiendo la línea de Bourdieu, explicará que hay un mercado lingüístico, del mismo modo que hay un mercado laboral. Que no hay una verdad absoluta, ni lingüística. Va a estar más de acuerdo con la praxis y con el habla que con la lengua estandarizada. Dirá que los usos se construyen en el tiempo y van ganando hegemonía y autoridad según una lucha de poder entre clases oprimidas y clases opresoras. Dirá también que lo que se considera como buen hablar es un uso de la clase dominante u oligarquía a la que no acceden las clases oprimidas. Justamente para ganar distancia y cultivar el desprecio.
Mariano va a hacer una segunda pregunta, especialmente dirigida a Juan: ¿en tu novela reciente, en el capítulo final, hablás de la meritocracia en las escuelas? ¿a qué te referís con eso?
Juan se dispone a responder:
“La verdad es que hay un mercado y ese mercado es el que estandariza los patrones de la calidad de la educación y del tipo de competencias requeridas en la sociedad.  La sociedad dirime entre buenos alumnos y malos alumnos, de acuerdo no a las potencialidades y la diversificación de cualidades de los estudiantes sino que serán premiados aquellos ajustados a los patrones estandarizados por la cultura tradicional. La meritocracia no mide fuera de la norma, no busca creatividades o alternativas lejanas al mercado. Eso es sencillo de medir cuando observamos la cantidad de horas semanales de matemáticas por ejemplo contra otras materias como las artes plásticas, la gimnasia o la filosofía. La meritocracia define perfiles sin haberse puesto como asunto pendiente que quizás pueda haber otro tipo de cultura, con otros patrones, de manera que no haya margen para la frustración y que cada estudiante pueda escoger libremente su condición y su competencia en la cual se sienta mejor y más eficiente. “
El doctor Alberto Noriega piensa. Levanta la vista y dice, olvidando que es argentino y que a adoptado una cultura europea y extraña, que todo lo que se piensa como integrador e inclusivo sólo llevará a la mediocridad la educación y por lo tanto a todo el futuro argentino.
Mariano siente que el doctor no está para nada del lado argentino. Recuerda a sus alumnos y siente rabia porque no puede entender que haya gente argentina tan anti-Argentina.  Le resulta un poco fastidioso la postura intransigente del doctor Noriega. No lo ve como un erudito, sino más bien como un servidor de la cultura occidental de primer mundo que se ha impuesto primero de manera invasiva, a sangre y a fuego, cuando los conquistadores vinieron a masacrar a los pueblos originarios.
Entonces Mariano le hace al doctor la siguiente pregunta: “¿qué opina acerca de las invasiones españolas en el continente americano?”

El doctor Alberto Noriega se vuelve a rascar la calvicie. Mira alrededor de la sala y ve un conjunto de oyentes –muchos son alumnos de Mariano—que lo miden y lo escrutan con cierto odio en sus miradas silenciosas. Muchos de ellos  tienen rasgos indígenas, pero son tan argentinos como el doctor.
Alberto Noriega está contrariado. Piensa que la colonización española le ha hecho un bien al continente, que los pueblos tercermundistas o en vías de desarrollo tienen que seguir el patrón europeo.  Pero, por el otro lado, sabe que si dice lo que piensa , la gente se le irá encima.  Pasan unos segundos sin que pueda responder a la pregunta, cuando Mariano vuelve a formularla.
 Entonces, el doctor contesta con monosílabos, producto de su inseguridad y su miedo.


Luego de un largo silencio, la gente se pone de pie y aplaude.




Ciego por el fuego




Soy crudo, y no sé si veré la luna. A mí me trajo una sirena, o un rollo: no sé bien cómo contarlo.
El cielo era de un azul francia y las nubes, amarillas, desembocaban hacia el horizonte. Nací, vine al mundo como sin sal, sin una sola pizca de sal. Todos los humos, desde el incendio, me vieron haciéndolo solo. Todo solo. Encendí los fósforos y el queroseno: fui piromaníaco, tasador del calor y del fuego. Al rato, todo estaba gris y quemado; todo quemado como yo. Y todavía sin sal ni palabras; qué decir...
Me incliné en las cenizas, moldeé con mis pobres manos una luna sin sombra; la puse en la oscuridad; la hice brillar. Aun así --lo sé por otros-- no la veo, no la puedo ver: tengo los ojos muertos, incinerados, malgastados de tanto querer ver el cielo que me trajo.