Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

domingo, 22 de octubre de 2017

El silencio





El silencio



Silencio, y es noche. Las manos juntas, entrelazadas, poniendo el pecho en la intención y el cuerpo sobre una nube blancuzca y tornasolada. Pensar por momentos en la verdadera nada, no tener un ápice de ruido adentro, como si el bullicio del mundo se tomara por un asa y se vertiera todo en un desagüe sin fin. Silencio. Un gesto de amor quizá..., un beso nocturno, una margarita sobre la almohada, otro beso y a olvidar un poco a qué hemos venido: nosotros no venimos; nosotros vamos. Y cuanto más ensayemos por momentos el silencio, más convocaremos a los grillos y las ranas. Silencio, y es noche. Y hasta se apagaron las luces del Luna Park, los faroles de las plazas, las ideas combativas. Ya descansa la ciudad.







viernes, 20 de octubre de 2017

La fiebre en el alma







La fiebre en el alma



A veces agarro el insomnio, tal una fiebre furibunda, enfundada en la primera infancia, de más de 39 grados centígrados, como marcaba en aquel entonces mi viejo termómetro de mercurio cuyo vidrio contenedor he roto millones de veces. Pero esta vez no es la fiebre la que me mantiene en vilo ni tampoco un recuerdo de aquellas madrugadas inhóspitas, cargadas de letanías y pilas de libritos amarillos que no se dejaban leer a causa de mi estado. A veces, agarro el insomnio. ¿O será que el insomnio me ha asido por un costado, tironeándome la oreja izquierda y trayéndome a este otro sitio de la noche cuando todos duermen menos yo? El insomnio es definitivamente una fiebre sin cuerpo, una fiebre cuyo calor crepita no en el organismo, sino en el alma.



sábado, 7 de octubre de 2017

sombrerito





sombrerito
Ya hubo un pasado de poesías ahora inconfesables y mías. Luego habrá también un futuro apocalíptico, helicoide, susurro de profecías que se cantarán en los callejones perdidos y suburbanos. Pero hoy, mi querida niña, hoy es un día soleado, un día lleno de sauces y talas bailando al ritmo de un sombrero que se vuela con el viento: un sombrerito rosa con tu nombre, que lleva el compás de las copas verdes y bamboleantes, mientras el río hace lo suyo y sube a la orilla de mis pies. Escucho las aves, escucho el viento en mi cara, escucho el fluir del Paraná sobre la margen derecha de un mundo poco listo para tanto. Y te vuelvo a preguntar: ¿hasta dónde ha llegado tu sombrero?





jueves, 5 de octubre de 2017

Cizaña y trigo




Cizaña y Trigo


Querido Ángel:

Nuestra amistad data desde hace muchísimos años y entiendo que debemos confiarnos por eso cualquier cosa. Vos sabés, Lito, que desde lo de la muerte sorpresiva de mi mujer -- a Malena se le van a cumplir ya los diez años-- me he convertido en una persona sumamente solitaria e introvertida, que no deja de preguntarse la razón de su existencia y el porqué de tantas y tantas desgracias en la familia. Primero fue Malena, la gran tragedia de mi vida, pero después también mi querido hermano Jacinto. Y ahora hace unos días dejó de respirar Laurita, ¿te acordás de ella? Vos sabías gustar mucho de mi hermana. ¡Es todo tan triste!

Todas estas muertes, no sé si lo sabías, fueron consideradas producto de una enfermedad inclasificable, de la cual no se pudo encontrar su origen ni tampoco síntomas previos al desastre: ha sido para los doctores una especie de mal incurable pero imprevisto, de una muerte súbita. Nadie dio en realidad con el punto.

Mi convicción, querido Ángel, es que no se trata de una enfermedad terminal que contamina la casa familiar y a toda su gente como supusieron los médicos, sino que realmente consiste en un homicidio serial. Y ahora te pido que atiendas a lo que voy a contarte.

Mi vida, mi desdichada vida, vos sabrás, ha decaído en el maltraer y el alcohol. Y es cotidiano verme borracho, deprimido, pensando seriamente en  reventar en suicidarme y reventar con ello lo que queda de mi soledad y de mi apellido. Pero aun así, tengo momentos de lucidez arrolladora y sobriedad analítica que me han permitido ver en lo sucesivo las posibles causas de estos supuestos y potentados, a mi parecer, homicidios.

Pienso seriamente que mis seres queridos fueron considerablemente intoxicados con algún veneno letal, poco a poco dosificado, día tras día, mes a mes, persona por persona, primero uno, después el otro, hasta dejarme solo con mi alma.

Esta sospecha primero me asustó, pero después me quitó las ganas de seguir tomando ginebra y ensayé unos pensamientos, los más lúcidos que se me pudieron ocurrir,  aunque se originaron en las tramas que urdían mis pesadillas.

Hace años tenía en mis malos sueños la solución al caso; me lo estaba soñando desde tiempo inmemorial, y a lo que llegué en mis momentos sobrios muchos años después ya lo había conseguido en estados de sueño o embriaguez, mientras las pesadillas me asediaban: el inconsciente, mi querido Ángel; hacele caso a tu inconsciente, ahí están todas las verdades.

Yo soñaba con un ser de siete ojos en la cara. Un ser despreciable, horrible, con dos dedos por mano y una lengua partida que salía hacia fuera para libar el alma de mi amada. Era una pesadilla de la que no podía resistirme, ni brincar afuera. Este monstruo tenía dos propiedades: el nombre de mi familia en la frente y un frasco lleno de líquido viscoso y oscuro que llevaba colgado de su pecho a la manera de un escapulario o amuleto de la suerte.

En mi campo de batalla hay cizaña y hay trigo. Debo quitar la cizaña para que el trigo crezca y no sea ahogado por la maleza. Voy al cultivo y arranco la cizaña con mis manos mugrientas y tristes. Pero en mis manos encuentro no solo cizaña, sino también todo el trigo. Amigo, toda mi existencia es dual y difícil de desentrañar.

Esta tarde encontré un frasco medio vacío en el cajoncito de mi mesa de luz. Supuse que era el veneno, y mi culpa creció de golpe, aunque siempre estuvo conmigo de algún modo. Debía quitar al monstruo.

Matar la cizaña supone quitar también lo bueno.

Hasta siempre.






El gato blanco





gato blanco



El gato empezó a vivir con nosotros cuando, recién mudados a San Fernando, después de la luna de miel, a Patricio le pareció interesante regalarme una enorme mascota.

Me resultó un poco incómodo tener que convivir con un animal de esa naturaleza; no sabía que tenía alergia a los felinos, pero tampoco podía expresárselo a mi reciente marido así como así. Con todo amor, decía la tarjetita que colgaba del pescuezo aquel once de octubre de 1986.

Nunca había tenido un gato de mascota. Patricio eso creo que no lo sabía, pero ya era tarde para expresar algún tipo de rechazo: el gato blanco ya estaba marcando su territorio en mi tan ansiado y respetado hogar. Lo que era dulce se volvió agrio al tiempo de pocos días.

Yo no dormía bien. Patricio subía mi regalito a su falda cuando estábamos en la cama y le acariciaba lentamente el lomo cual si de seda se tratara. Y el gato me miraba a mí con sus ojos de tigre, fijos en mis pupilas dilatadas a causa del estupor y de la noche, y mientras el novio lo abrazaba y dormía plácidamente como un niño, yo, la más amada y elegida de su vida, no lograba dormir lo esperado. Y tanto fue así que en el fondo de mí había dos voluntades en potencia que luchaban una contra otra por prevalecer: amar a ese gato blanco, quererlo de verdad como regalo del novio, cuya intención era adorable, o tirarlo con odio por el balcón del séptimo piso. Eso me tenía tensa y deprimida.

Al trabajo iba casi sin dormir. No podía hacer los planos  porque mientras estaba sobre el escritorio de mi oficina en Belgrano, se me aparecía la imagen de ese gato tonto subido a uno de mis sillones del living comedor haciendo sus necesidades fisiológicas, rompiendo los almohadones con sus garritas sucias o comiéndose algo de la alacena, arriba de la cama, en el balcón entre las recientes macetas de geráneos; y mi jefe dele que dele recriminándome mi mal y desconcentrado desempeño.

Patricio, en ese entonces, para mí y para muchas de mis amigas, era un ser amable y excepcional, y yo temía decirle la verdad acerca del animal en la casa, de que no me gustaba, de que su pelo me hacía estornudar y sacar ronchas. Él era quien cuidaba más del gato y limpiaba toda la mugre, él era quien quería a ese gato, tanto así que más repulsa me daba.

Hasta ahí una vida soportable, o lo que podía entenderse por soportable. El gran problema no fue ese; si hubiese sabido que lo otro ocurriría así, no dejaba entrar ese animal a mi casa nunca.

Al llegar mis merecidas vacaciones, Patricio se excusó de no poder acompañarme a Córdoba porque tenía algunos problemas en el trabajo; no fue específico, no contó más que eso a pesar de mi insistente interrogatorio. Lo increpé con enojo, lo encaré con rabia, casi me dio algo de celos sentirlo por primera vez un poco lejos de mí, como si realmente hubiese alguien más. Pensé en una mujer, alguna compañera o secretaria, alguien más allá de mí. No quería viajar sola. Pero él trató de disuadirme diciéndome que me harían bien las sierras.

Decidí viajar sola, no porque me gustase la idea, sino porque ese maldito gato me tenía aterrada. Pensé que podría descansar y que no volverían esas imágenes.

Durante el viaje en micro, sin embargo, soñé mucho con el gato; ahora el gato no era de carne y hueso sino un espíritu fantasmal que invadía mi sueño, mi pesadilla. Sentí que el animalito me perseguía y me obsesionaba; que no iba a poder disfrutar mi tiempo en Villa Carlos Paz; que iba sola sin nadie con quien compartir lo que me estaba ocurriendo.

Pasé unas ansiosas y tristes vacaciones, sola conmigo. Al volver recibí la desagradable y penosa notificación de una vecina: a Patricio lo tenían enclaustrado en una clínica privada; estaba siendo observado por médicos y psicólogos por un suceso nada claro. Fui al hospital; quería verlo; mi angustia y mis nervios me invadían hasta las muelas. Moví cielo y tierra para poder hablar con él, pero el médico de guardia me informó que debía pasar hasta por lo menos el próximo domingo sin visitas.

Esperé. Mi ansiedad era una trompa, un tornado. Pedí una licencia en mi empleo y aguardé a poder verlo y saber qué cuernos pasaba con mi marido. Cuando lo vi casi no lo reconocí, estaba deshecho en nervios y angustia. Me contó que había intentado suicidarse, que no sabía lo que le estaba ocurriendo con el gato, que sentía mucha inclinación hacia él, que lo estaba seduciendo y que eso lo abominaba.

Ese mismo día tiré al gato por el balcón.