Hay lugares y circunstancias donde y cuando la mente,
inevitablemente, se pone a discurrir en razonamientos y a evocar recuerdos.
Lugares y circunstancias, digo, que hacen al ser humano, a cualquier ser
humano, caer gravitatoriamente en recuerdos y razonamientos. Por ejemplo,
cuando se es pasajero de colectivo o de tren. Situación que obliga a no
hacer nada más que esperar y mirar por la ventanilla. Situación que le otorga a
uno esa disponibilidad amable para irse por las ramas y vagar de recuerdo en
recuerdo, de razón en razón, si no se tiene teléfono celular o un libro en la
mano. La obstinación de un tiempo muerto, que es el tiempo de espera, que es el
tiempo de viaje, se presenta, sin embargo, como inóculo de una riqueza mental
que antecede a la conformación o, en varias ocasiones, al cambio de la
cosmovisión subjetiva y, más tarde, de la propia conducta. Un recuerdo, o la
sucesión de varios recuerdos de manera caótica, no es otra cosa que una
construcción subjetiva de la propia historia que será sucedida por un orden
posterior y objetivo por parte del mismo sujeto y, luego de un determinado
tiempo, será también, a fuerza de experiencia y de reiterados viajes de aquí
para allá o de allá para aquí, inóculo de una ideología de la cual no puede
escaparse. Equivocado o no, todo esto es producto de un viaje, de una espera
que debo cumplir para llegar a Cabildo y Juramento, arriba de un colectivo de
la línea sesenta, y sorprendentemente, inóculo de futuras disquisiciones.
miércoles, 11 de diciembre de 2013
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