Sin
mencionar autor y obra, por pudor, o por respeto a mi pequeño orgullo, cuando
me encuentro ante uno de los grandes por primera vez y me hace sentir falto de
inteligencia, o peor aún, falto de imaginación ante su obra, brillante en sí y
opaca y oscura para mí, experimento un terrible fastidio similar o congruente a
cuando imposibilitado de llenar un crucigrama enrevesado me hallo en la
situación de ignorante absoluto, tonto de primera, o panqueque singular. Sin
embargo, y es probable que por causas de perversión masoquista o tal vez, más
probablemente, por pecar de orgulloso, me retuerzo en la dificultad hasta
agotar mis posibilidades. Uno y otro intento de lectura aparece hasta generar
un círculo vicioso de autor-lector donde la comunicación interrumpida debido a
su excelencia o a causa de mi limitación, se fuerza hasta la obsesión de querer
dominar lo indomable y aguantar mi frustración con los dientes apretados. Y así
encuentro el agotamiento primero y el abandono después. Pero no se trata de un
abandono definitivo y mortal, es mejor dicho una suspensión, un letargo que
levita pendiente en mi cabeza hasta haber roto el muro que hace de frontera
entre el país de lo conocido y las selvas de lo ingobernable. Para eso necesito
de aire, de tiempo, de leer otro libro, de charlas de café y un poco de
envejecimiento.
lunes, 3 de febrero de 2014
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