Los centavos se entrechocan con las llaves que guardo en mi
bolsillo. El ritmo metálico se describe en mi andar. Las lámparas que iluminan
desde arriba el asfalto se suceden como mis sombras: una adelante y otra atrás.
Y sospecho que para cada luz hay una forma de mí mismo, desplegada en la calle,
arrastrándose con el gris, pero que, a fin de cuentas, es la misma sombra
repetida, cambiando de norte a sur.
Una brisa del sudeste me toca un costado,
trae consigo un olor a río, un olor con sus voces lejanas y tenues del agua que
corre. Me detengo sobre el fresno teñido de otoño, con alguna de sus hojas
alfombrando el pasto sin cortar
"Llegué a casa".
Ahora toca que mis dedos buceen en el
oscuro bolsillo, tanteando ciegos la llave más grande. Los centavos interrumpen
el encuentro haciendo confundir el cobre y el bronce, operación que se resiste. Por fin la tengo.
La puerta de madera se presta tibia, barnizada hace
un par de años y casi en penumbras. Entro, enciendo la primer lámpara, la
segunda, y encuentro tu cuerpo. Y vos detrás de tu cuerpo, hablándome,
seduciendo mi cansancio con palabras que se constituyen en otros cuerpos
añadidos al tuyo. Me tocas, te toco. Nos encontramos en el abrazo, entrechocamos.
Sentimos todas las pieles humanas en una caricia. Hacemos cosas.
Ahora me hablas de algo que ya me habías hablado antes, pero en otro
tono, con una voz más resuelta, más tuya. El viento sopla más fuerte a través
de la ventana. Se ve el fresno desnudarse de a poco mientras la noche,
imprecisa en horario, nos devuelve una luna semejante al sol.