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lunes, 24 de noviembre de 2014

Un paraguas perdido



Un paraguas perdido



Uno, sencillo, con una rutina de años, empieza. Suena el despertador, abre los ojos desembarazándose del sueño inconcluso, se incorpora y se sienta en la cama con los pies en las baldosas verde oscuro. Uno, sencillo, mira por la ventana el día y el tiempo; enseguida enciende la radio para, adivinando el pronóstico, entrar a pensar en un paraguas. La radio dice probabilidad de tormentas y lluvias aisladas.

Los paraguas simples, sencillamente se pierden. Desaparecen de la faz de la memoria. Se olvidan en algún paragüero incógnito, o debajo del asiento del colectivo, o en su defecto se rompen: se dan vuelta como medias negras y terminan, de mala muerte, en un tacho de basura  empotrado en un rincón hostil de la ciudad.

Uno, sencillo, se lava los dientes pensando en el paraguas. Uno, tremendamente preocupado sigue pensando en el paraguas mientras se va vistiendo despacio y parsimoniosamente. Mecánicamente y, si no fuera por el paraguas, con la mente blanca.

Uno, sencillo, simple, preocupado por la ausencia física del paraguas, elabora en el desayuno una imagen mental simple, sencilla de un bastón dado vuelta y de un arco en la punta que se va pintando de negro y, ahora, la mente, el cuerpo y la rutina es solo un paraguas ausente que se desea por hoy y que no tendrá hasta vaya saber cuándo.

Uno, sencillo, preocupado, pensando llegar seco a la oficina, sale. Afuera.

Desde algún sitio insospechado (vaya a saber qué nube, qué rincón gris del cielo), caen  desde arriba, desde allá arriba, como adelgazando la atmósfera, cada vez más, chispas de agua. Chispas apenas molestas que no mojan la cara, sino que la enfrían castigándola suave como agujas de acupuntura. Al rato, esas mismas chispas de agua que venían quebrando y adelgazando el espacio debido al aumento en cantidad, empiezan a engrosarse, a crecer de tamaño, de modo que uno simple y sencillo empieza a sentir ahora la humedad líquida en la cabeza, en la cara y en los hombros. Repiqueteando.


Un rugido, un bramido, un simple y sencillo pero tremendo trueno consecutivo a un fogonazo del cielo negro es el comienzo, la presentación de la lluvia pronosticada y propiamente dicha. Puerta que abre el torrente para que empape a uno desde allá arriba, desde algún punto insospechado mientras uno, sencillo, preocupado, con un paraguas en la mente, se moja. Terriblemente.




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