Andar
tranquilo por las calles de un sol de marzo, mirar el desierto en la ciudad de
una mañana de domingo, escuchar el silencio, ese silencio lleno de música de
pájaros, ese silencio que se agolpa en el pecho como un latir profundo, caminar
sin prisa y sin miedo de nada, me resultó curioso ante semejantes circunstancias.
Iba hacia la sombra, sabía que ella me esperaba a dos calles, frente a un
almacén viejo y cerrado y, sin embargo, alguien que me mirase por fuera habría
pensado que iba pausadamente a comprar el pan para el desayuno o la yerba para
los mates tempraneros de un domingo que adivinaba el incipiente otoño. Sí,
sencillamente iba en paz, como aquellos que viven en riesgo y, entonces, han
olvidado ya el miedo que alguna vez les inició en el periplo aventurero. El
miedo se había trasformado en otra cosa
para mí, jugando seguido al mismo número de lotería mi querida suerte. El temor
de verme entre la sombra no era más que una de tantas aventuras, una de tantas
hazañas. Iba con la convicción que nos batiríamos a duelo como dos caballeros
de la antigüedad, que uno de los dos (ella o yo) quedaría fulminado para
siempre, pero jamás imaginé que tal encuentro habría de causarme esta confusa
existencia. Al llegar a la esquina ella me esperaba con una flor algo marchita
y tanto me sedujo con su arte oscuro que perdí noción de la lucha a la cual había
venido. Y entonces fue que me enamoré de la sombra, tanto que ya no sé ahora quien
camina por estas calles, si soy yo o es ella o quizás un engendro amoroso de entre los dos.
viernes, 14 de junio de 2013
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