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Aquí la tierra se funde con mis manos

domingo, 19 de octubre de 2014

La ortodoxa. Comienzo de novela




La madrugada había entrado desde la ventana discretamente, con disimulo, así, sin darnos cuenta; el reloj de la plaza de Retiro marcaba las dos. El miedo nos provocaba algunos espasmos, algunas conductas peligrosas y había que ser muy fríos para sobrellevar la situación: cualquier error podía ser sinónimo de muerte.

Carlitos contaba con un arma. Nunca me la mostró, pero yo confiaba en él y me sentía (una manera de decir) un poco más seguro. Los libros ya estaban vendidos, queríamos tomar todos los recaudos y, aparte, necesitábamos algo de dinero extra. Supimos conservar uno solo, guardado bajo llave en una caja de metal.

Sonaron las campanas del reloj. Eran las dos de la madrugada de un lunes cerrado, sin luna; encapotado por donde se lo mirara;  cielo solamente devolvía el resplandor de las luces de Buenos Aires. Me sobresalté, siempre andaba de sobresalto en sobresalto. Carlitos odiaba eso de mí. Me decía que por el miedo que tenía yo nos íbamos a echar a perder los dos en una zanja llena de mierda, que había que tomarse las cosas con calma y pensar frío, tranquilo, y actuar pausadamente incluso cuando tuviésemos que salir corriendo.

 “Tranquilo, te dije. ¿No ves, salame? ¿No ves cómo sos? ¿Qué te dije?  Siempre te estoy diciendo lo mismo. Vas a tener que probar pichicatearte con algo si seguís saltando por cualquier cosa.”

Fue por ese tiempo que empecé a hacerle caso, literalmente. Tenía un conocido de otra vanguardia (no era del mismo grupo que nosotros pero sí andaban con los mismos problemas) que tenía un primo o un tío o algún contacto farmacéutico al que empecé a frecuentar por unas pastillas tranquilizantes. Al principio me dormían. Eran fuertes y medaban malestar de estómago. Muchas veces, al principio, tenía que tener el inodoro cerca. Después les fui tomando costumbre y un poco, confieso, adicción.


La vanguardia tenía sus bases. No era como cualquiera de las otras. Muchas vanguardias tienen eso de terminar convirtiéndose en movimientos de vientos plurales y cambiantes. Tan cambiantes, tan absolutamente inciertos que no dejan una estructura sólida ni se las puede llamar acontecimiento histórico. Nuestro grupo, como dije, tenía sus principios, o al menos intentaba mantener una organización y una pauta. Eso nos hacía llamar por las demás “la ortodoxa”. Pero de ortodoxos no teníamos nada: nuestra vida era vanguardista, rompía y rompía con todo lo establecido. Pero sabíamos que para poder romper con fuerza, había que tener un criterio. No podíamos ser como ellos, teníamos que hacer la diferencia y demostrarles que la libertad absoluta no tenía fuerza porque implicaba falta de rigor en el golpe.


Carlitos había aprendido de mí. Era algo así como un discípulo pero rebelde y con mucha fuerza. Tanto que terminó él enseñándome a mí, cuando las cosas se pudrieron, a mantener la calma y estar alerta al mismo tiempo. Nos emborrachábamos de vez en cuando y eran esas veces cuando decíamos las mejores verdades.






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