No hay más que un sol. No hay otra cosa que los rayos
solares sobre la superficie donde el cultivo crece y despega sus puntas del
suelo. No hay más que nosotras entre el diáfano cielo y el campo verde. Y el
amor, un amor que se desvive entre mis besos y sus muslos.
Ella sabe de mí como
yo de todos sus rincones. Las pecas, sus adorables pecas no tienen sitio ni
rumbo; sucede que se escapan de su espalda y se instalan en mi nariz para luego
perderse en algún hueco invisible, insospechado. Lo insectos, como pecas
agregadas a las pecas, se nos suben. No pican, no quieren picar porque
aprendieron a no molestar a las amantes mientras juegan. Nos bañamos en sol, en
un solo sol pegado allá arriba, tan solo y blanco como juntas y cafeinadas
estamos.
Ya no hay bronceador: se ha evaporado. Pero a cambio tenemos
la miel y el jugo que nos cubre. No hay abejas ni frutas, solamente somos
nosotras, el cielo y el amor. Los insectos nos tapan, nos tapan con sus toallas
negras. Ahora nos quieren comer y morimos entregadas a ese picor de hambre.
Desaparecemos. Somos algo adentro de los bichos. Ya nos
tragan y nos digieren. Pero las pecas, las pecas no. Sólo las pecas quedan en
algún lugar perdidas, debajo de los yuyos.
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