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Aquí la tierra se funde con mis manos

viernes, 27 de febrero de 2015

Los Pérez y yo



Los Pérez y yo


El abrazo de los Pérez fue una expresión inversamente proporcional al desencuentro y la distancia que el tiempo y la vida habían sostenido entre sus cuerpos y que ahora sin juicio o comentarios los unía y los tocaba con un calor paradojal, como si la crueldad del vacío entre ellos durante tantos años se anulara de inmediato en el gesto fraterno.

 Un poeta vería sin dificultad ese hallazgo parecido a la marea, poniendo el olvido en el horizonte y la memoria en la costa. Y tenía sentido: la infancia de estos Pérez estaba teñida de mar. Por cierto, hace rato que no iban a la costa. Hace tiempo ya que no lo veían y pensaron en volver para renovar promesas.

Mar del Plata, Villa Gesell, Miramar. Recuerdos de infancia pasada. Era llegar y poner los pies en el agua. Así, lo más pronto posible (me los imagino). Tenían el buen vicio de las olas. Sus padres una navidad habían comprado barrenadores. Dos como para compartir. Y entonces, llegado el mes de enero y por la ruta dos, terminaban en el agua con sal deslizándose en las olas.  Perfectamente: había que esperar, no cualquier ola servía para remolcarse ; una ola perfecta debía armarse a una distancia perfecta, crecer y llegar a ellos al tiempo que la cresta empezaba a espumar y a volcarse. Entonces los arrastraba durante diez o quince metros. Pasaban de tener el agua a la altura del pecho a quedar atascados en la arena mojada, el borde húmedo donde la espuma toca la playa. Era apoyar el torso en el barrenador –boca abajo- y dejar que la ola les llevara al lugar de las sombrillas.

Carlos fue el primero en lanzar la idea (aunque todo es mío), en volver a traer la imagen medio tapada y olvidada de la sal y la arena, de la espuma y el mar, en tratar de que la nostalgia se transformara en presente y la memoria se volviera un poco carne. A Laura le brillaron los ojos, no sabría decir yo si eran lágrimas de felicidad reprimidas o el propio recuerdo húmedo asomándose en la córnea o en la pupila, trayéndole luz hasta el vértice de los ojos. Luis no dudo en absoluto y de inmediato regaló una sonrisa que fue secundada por un sí rotundo y exclamativo. Martita miraba desde lejos la escena pero se sentía parte y esta de acuerdo con volver, de reinventar la infancia, de encontrar en el mar una estrella del pasado que sanara con sal las heridas del mundo o el destino.

Era tiempo. Habían pasado como veinte años. Alquilaron un coche y con decisión firme salieron de Buenos Aires otra vez –Heráclito sabrá decir que nada era posible de recuperar de todo ese periplo: aunque quizás sanara alguna herida muy subjetiva para cada uno de los hermanos, yo sé que les sería imposible ganar lo que los años y la vida les privó durante tanto tiempo; nadie era el mismo. Se decidieron por Mar del Plata y llegaron como a las tres de la tarde.

No llevaban –claro- los barrenadores. El mate y la conversación distendida fueron el hilo conductor de la relación entre los cuatro durante su estadía (No recuerdo bien si estuvieron cuatro o cinco días). Según Carlos el mar los había criado un poco. Bah, él dijo el mar pero yo creo que nunca zarparon más allá de la costa. Luis planteaba la posibilidad de vivir un tiempo ahí todos juntos. Pero claro está, eran idilios de Luis, el Quijote de la familia. Martita y Laura ponían los puntos y las comas: “Dejá de volar Luis” decía una. “Tenés familia en Europa”, la otra. Carlos prendió un cigarrillo y contemplaba las olas desarmarse mientras enterraba sus pies en la arena.

En eso estaban los cuatro cuando me vine a acercar frente a ellos. Me dieron un mate. Yo chupé toda el agua. No se dieron cuenta que era yo quien los había creado y que me inmiscuía en ese momento.

Después del mate los dejé ser. Ya no sé en qué andarán los Pérez.



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