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Aquí la tierra se funde con mis manos

jueves, 2 de abril de 2015

Devolveme la pelota



Devolveme la pelota


Había llegado septiembre, en todas las macetas. En casa, el patio se desparramaba en flores. Mamá se afanaba en la tarea de regarlas todas día  por medio. Nosotros, afuera, con la pelota. Incluso Soledad se sumaba al fútbol, con una muñeca en su mano izquierda. El barrio era tranquilo, parecía una laguna de calmado: calle de tierra, casas quintas con sus jardines invisibles, al resguardo del polvo y las miradas, separados con altas ligustrinas.

Había dos tipos de vecinos. Los que te atendían el timbre, y los de los ladridos de perros grandes. Uno de esos días a Pancho se le escapó la pelota, de un puntazo, a la casa de los Juárez, al jardín que aún tienen, entre rejas y paredones. Nosotros dimos el juego y el juguete por perdido. Era imposible dar otra vez con la pelota. Encima las cámaras de la esquina de la casa nos vigilaban. Pero Pancho no era cobarde, y tuvo que meter la pata hasta el fondo. Cuando nos descuidamos, el muchachito de rodillas sucias y menos de un metro de estatura, ya estaba subido al paredón norte, saltando el muro para ir atrás de la pelota de cuero.

Y para qué. Salieron los perros del Juárez a correrlo con dientes de tigre. Rezábamos en todos los idiomas para que Panchito volviera sano y con la pelota a cuestas. De pronto, pararon de ladrar, y no sabíamos nosotros si era porque a Pancho se lo habían comido o por qué. Al rato apareció por la puerta con Don Juárez que había dejado su siesta a causa de los ladridos. Fue entonces cuando nos insultó a todos. Nosotros esperábamos más que nos devolviera a Panchito que a la pelota. Por suerte, así fue. Lo que no pudimos tener de vuelta fue el fútbol por unos meses.

En casa, después, a la noche, Pancho le regaló una rosa a mamá. Ella muy contenta le preguntó de dónde la había sacado. Él  se quedó en silencio.



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