Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

jueves, 4 de agosto de 2016

El ciego



El ciego

Veo la oscuridad como un acto lúdico y redondo de tantear paso a paso el mobiliario y la vajilla; de cruzar las calles con cierta pulsión y vértigo; de ponerme los calzoncillos y los zapatos de la misma manera que podría resolver una ecuación aritmética, un crucigrama de contratapa, el verso último de un tango cuyas notas sean sol, si, do y fa. Al piano lo celebro los domingos; me siento a eso de las diez, después de haberme bañado, y toco un Vivaldi. Puedo. Así que no se piense que mi ceguera me disminuye algo, que me toca en pena la minusvalía. Aprendí desde niño a hacerme cargo de mi condición y a poder ser comprensivo de todo aquello de lo cual no puedo decir mucho. Sé que existe un mundo de colores y brillos y que jamás podré saber de qué se tratan. Pero también estoy al tanto de todo lo que a mí me corresponde o me convoca: la música, el sonido de los pájaros, la textura de la cáscara del huevo o de la naranja. Mi limitación —lejos de ser un obstáculo— se ha trasformado en desafío. Y así es como me hice ducho en tantas mañas. ¡Si hasta sé discernir el alma de los hombres por su voz y su perorata!; me doy cuenta hasta si tienen dinero en los bolsillos, o vienen desencajados por la malaria. El día lo entiendo por la espesura radiante, la que el sol deja sobre mi cara después de haber estado horas en el banco de una plaza; así también, por los ruidos que la multitud y sus motores derraman alrededor de mis oídos. La noche, en cambio, la conozco más por ser mi hermana. Porque me iguala ante todos como el sueño o la muerte. ¡Ah!, la oscuridad. Esa manera de ser de las cosas que nos obliga a quererlas y a pasarle las manos toda vez, como haciendo con ellas un acto de amor, una solemnidad, un reconocimiento del ser como nuevo, como recién venido al mundo.




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