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jueves, 5 de octubre de 2017

El gato blanco





gato blanco



El gato empezó a vivir con nosotros cuando, recién mudados a San Fernando, después de la luna de miel, a Patricio le pareció interesante regalarme una enorme mascota.

Me resultó un poco incómodo tener que convivir con un animal de esa naturaleza; no sabía que tenía alergia a los felinos, pero tampoco podía expresárselo a mi reciente marido así como así. Con todo amor, decía la tarjetita que colgaba del pescuezo aquel once de octubre de 1986.

Nunca había tenido un gato de mascota. Patricio eso creo que no lo sabía, pero ya era tarde para expresar algún tipo de rechazo: el gato blanco ya estaba marcando su territorio en mi tan ansiado y respetado hogar. Lo que era dulce se volvió agrio al tiempo de pocos días.

Yo no dormía bien. Patricio subía mi regalito a su falda cuando estábamos en la cama y le acariciaba lentamente el lomo cual si de seda se tratara. Y el gato me miraba a mí con sus ojos de tigre, fijos en mis pupilas dilatadas a causa del estupor y de la noche, y mientras el novio lo abrazaba y dormía plácidamente como un niño, yo, la más amada y elegida de su vida, no lograba dormir lo esperado. Y tanto fue así que en el fondo de mí había dos voluntades en potencia que luchaban una contra otra por prevalecer: amar a ese gato blanco, quererlo de verdad como regalo del novio, cuya intención era adorable, o tirarlo con odio por el balcón del séptimo piso. Eso me tenía tensa y deprimida.

Al trabajo iba casi sin dormir. No podía hacer los planos  porque mientras estaba sobre el escritorio de mi oficina en Belgrano, se me aparecía la imagen de ese gato tonto subido a uno de mis sillones del living comedor haciendo sus necesidades fisiológicas, rompiendo los almohadones con sus garritas sucias o comiéndose algo de la alacena, arriba de la cama, en el balcón entre las recientes macetas de geráneos; y mi jefe dele que dele recriminándome mi mal y desconcentrado desempeño.

Patricio, en ese entonces, para mí y para muchas de mis amigas, era un ser amable y excepcional, y yo temía decirle la verdad acerca del animal en la casa, de que no me gustaba, de que su pelo me hacía estornudar y sacar ronchas. Él era quien cuidaba más del gato y limpiaba toda la mugre, él era quien quería a ese gato, tanto así que más repulsa me daba.

Hasta ahí una vida soportable, o lo que podía entenderse por soportable. El gran problema no fue ese; si hubiese sabido que lo otro ocurriría así, no dejaba entrar ese animal a mi casa nunca.

Al llegar mis merecidas vacaciones, Patricio se excusó de no poder acompañarme a Córdoba porque tenía algunos problemas en el trabajo; no fue específico, no contó más que eso a pesar de mi insistente interrogatorio. Lo increpé con enojo, lo encaré con rabia, casi me dio algo de celos sentirlo por primera vez un poco lejos de mí, como si realmente hubiese alguien más. Pensé en una mujer, alguna compañera o secretaria, alguien más allá de mí. No quería viajar sola. Pero él trató de disuadirme diciéndome que me harían bien las sierras.

Decidí viajar sola, no porque me gustase la idea, sino porque ese maldito gato me tenía aterrada. Pensé que podría descansar y que no volverían esas imágenes.

Durante el viaje en micro, sin embargo, soñé mucho con el gato; ahora el gato no era de carne y hueso sino un espíritu fantasmal que invadía mi sueño, mi pesadilla. Sentí que el animalito me perseguía y me obsesionaba; que no iba a poder disfrutar mi tiempo en Villa Carlos Paz; que iba sola sin nadie con quien compartir lo que me estaba ocurriendo.

Pasé unas ansiosas y tristes vacaciones, sola conmigo. Al volver recibí la desagradable y penosa notificación de una vecina: a Patricio lo tenían enclaustrado en una clínica privada; estaba siendo observado por médicos y psicólogos por un suceso nada claro. Fui al hospital; quería verlo; mi angustia y mis nervios me invadían hasta las muelas. Moví cielo y tierra para poder hablar con él, pero el médico de guardia me informó que debía pasar hasta por lo menos el próximo domingo sin visitas.

Esperé. Mi ansiedad era una trompa, un tornado. Pedí una licencia en mi empleo y aguardé a poder verlo y saber qué cuernos pasaba con mi marido. Cuando lo vi casi no lo reconocí, estaba deshecho en nervios y angustia. Me contó que había intentado suicidarse, que no sabía lo que le estaba ocurriendo con el gato, que sentía mucha inclinación hacia él, que lo estaba seduciendo y que eso lo abominaba.

Ese mismo día tiré al gato por el balcón.     







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