viernes, 23 de marzo de 2018
Atrás del aire, como si en la virginidad de una atmósfera entera se recubriese con un velo de noche y estrellas los días inhóspitos y desiertos, atrás, como atrás de esa cortina negra y celeste que todo lo desparrama en luciérnagas y grillos, un soldado gris se incorpora después de haber estado revolcado en le barro sucio de una tierra sin nombre. Ese soldado soy yo, y ese soldado carga un fusil y apunta sin pulso ya hacia el cuerpo de su enemigo. El disparo es un colorido ramo de flores; la rendición, una carta de amor.
De mi barrio, de las callecitas de mi barrio, que por arboladas con fresnos y paraísos mayormente se distinguen de otros barrios, llega un murmullo entremezclado de distintas especies de ruidos: pájaros, automóviles, niños jugando en la vereda, el viento en las frondas de los fresnos y los paraísos. Es especial cada hora del día, vinculante con la existencia toda, abigarrada e indecisa. El silencio a media mañana tiene eso de espesura; es como si ahora, a las diez y media del día, se juntaran sedimentos de distintos aromas y se fueran compactando apacibles sobre mi conciencia distraída. Salgo. Salgo a caminar por las callecitas este barrio conurbano y me detengo extasiado mirando el sol subir de a poco a un cenit algo bajo. Estornudo. Y es por eso que entiendo que viene llegando otoño.
miércoles, 21 de marzo de 2018
De todos los ruidos y sonidos para ver siempre me importó mucho más el trueno del silencio; hay una descarga de fuerza y luz sobre cada nimiedad, sobre cada copa de árbol, sobre cada baldío, que estaría mejor sucumbir a las centellas y a las sombras de la noche, un día así: de tormenta, antes que patear las calles de microcentro, con tanta bocina loca, con tanto atropello feo, con tanta Florida de esquivarle a la gente como si fueran fantasmas suicidas o simplemente prófugos del tiempo.
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