Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

jueves, 13 de febrero de 2014

Génesis





Teníamos un paraíso en la puerta de casa. Cuando recién habíamos llegado era pequeño, no más de dos o tres metros de altura. Con los años crecimos, él y nosotros. Me acuerdo de sus bolitas verdes que colgaban en febrero de sus vástagos con las cuáles lanzábamos diminutos proyectiles a algún punto que determinábamos como blanco; durante el invierno se ponían color ocre y caían en la vereda recién limpia. Su tronco fue engrosándose pero siempre mantuvo esa rugosidad en la corteza que nos permitía subir. Cuando teníamos entre cinco y once años de edad jugábamos a treparlo hasta donde nos era imposible seguir; hasta pensamos en aquellos tiempos construir una casita ahí, en el espacio que abría la última posible horqueta. En verano nos traía sombra y menguaba el calor que de las lajas brotaba. En invierno, como el otoño había levantado sus hojas con el viento tibio haciéndolas primero envejecer con tonos dorados, solamente las sombras del esqueleto se plasmaban largas y estiradas sobre la vereda.
Cuando se tuvo que cortar ya éramos todos adultos, inclusive el menor que, a pesar de ser mucho más joven, había crecido lo suficiente como para notársele el cabello entrecano. El paraíso, creo que todos pensábamos lo mismo al mismísimo tiempo, había sido refugio de nuestra infancia. Con los años pasó de ser nuestro entrañable cobijo de fantasías e ilusiones a un simple árbol de la calle. El tiempo hizo que el árbol se enfermara ahuecándose. Por riesgo a venirse abajo con alguna tormenta decidimos cortarlo. Nadie lo lloró, ni siquiera yo que había diseñado y armando, junto con los otros, la hermosa casa del paraíso.  






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