Por las rendijas, por esos haces que el amanecer se permite osado y tímido entrometerse en el sueño e ir de a poco vertiendo conciencia y vigilia a un domingo prometedor y soleado, por esos pequeños huecos de celosía empezaba a darme cuenta que Irene ya era historia y que tal historia sería en tanto y en cuanto mi memoria me dejara sostener sus ojos verdes y el gesto casi permanente de su ceño fruncido; la noche había hecho las veces de adiós, de convalecencia y de sanidad.
Al
principio, una modorra de voltear a la izquierda o a la derecha de la cama
pasando la mirada por las manchas ocres de humedad del cielorraso y las formas
de los muebles que adivinaba en la semipenumbra me indujo a retrasar la
decisión de poner los pies sobre las baldosas frías y empezar a salir de esa
confusión entre cuerpo y frazada. Sin embargo, una vez convencido de empezar mi
domingo, tan rápido y feliz fue el movimiento que casi no sentí la temperatura
de las baldosas en las plantas, ni el crepitar instantáneo de la ducha contra
la superficie azulejada, ni tampoco el agua caliente rebotando en mi cabeza y
resbalando casi al mismo tiempo por toda mi extensión.
Empecé a
percibir el mundo recién finalizado el baño, cuando tomé la toalla y refregué
mi cabeza empapada. Entonces sonreí. Me sentí libre de Irene, de todas las
Irenes y un poco libre de mí mismo, de mi antiguo yo y su horrible apatía.
Todavía no se habían escuchado las campanas
cuando ya vestido y calzando los nuevos zapatos me dispuse a salir a la calle y
andar desprovisto de plan, esperando que el viento más temprano que las nueve
me devolviera toda mi libertad y mi despreocupación por las cosas que me habían
hecho daño. “Es necesario romper, dejarse llevar por la negativa de un nuevo
solitario y sin proyecto alguno lanzarse a la calle y dejarse ser gente
dominguera que madruga sin razón. Es saludable y justo cruzar a la plaza,
sentarse en el primer banco con sol y volver a decirse que no importa ya nada
por un rato, que se es uno y que la vida es uno y nada más” Mis repetidos
pensamientos se construían y se prolongaban en ese sentido y su clara conclusión
me hizo decir en voz alta, casi gritando: “Soy yo”.
Caminé,
anduve durante dos horas. Paseé por el bulevar de la avenida Belgrano, transité
por la zona de negocios de persianas todavía bajas, recorrí hacia abajo la
calle más bonita, escuché las campanas de la misa, ya lejos, cuando llegué a la
costanera y me dispuse a tomar sol en la pequeña playita desierta. Mientras
veía las gaviotas sobrevolar mi cercanía traté de concentrar mi
atención sobre la línea del horizonte. El día, aunque el leve frío en las manos
y el abrigo que llevaba denotaban el invierno, se prestaba tan ideal que la
realidad se hacía un poco incierta. Todavía no había llegado septiembre pero
algunas flores en los balcones se me habían servido a los ojos durante mi
descenso a la costa.
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