Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

domingo, 10 de agosto de 2014

Amada soledad




Por las rendijas, por esos haces que el amanecer se permite osado y tímido entrometerse en el sueño e ir de a poco vertiendo conciencia y vigilia a un domingo prometedor y soleado, por esos pequeños huecos de celosía empezaba a darme cuenta que Irene ya era historia y que tal historia sería en tanto y en cuanto mi memoria me dejara sostener sus ojos verdes y el gesto casi permanente de su ceño fruncido; la noche había hecho las veces de adiós, de convalecencia y de sanidad.

Al principio, una modorra de voltear a la izquierda o a la derecha de la cama pasando la mirada por las manchas ocres de humedad del cielorraso y las formas de los muebles que adivinaba en la semipenumbra me indujo a retrasar la decisión de poner los pies sobre las baldosas frías y empezar a salir de esa confusión entre cuerpo y frazada. Sin embargo, una vez convencido de empezar mi domingo, tan rápido y feliz fue el movimiento que casi no sentí la temperatura de las baldosas en las plantas, ni el crepitar instantáneo de la ducha contra la superficie azulejada, ni tampoco el agua caliente rebotando en mi cabeza y resbalando casi al mismo tiempo por toda mi extensión.

Empecé a percibir el mundo recién finalizado el baño, cuando tomé la toalla y refregué mi cabeza empapada. Entonces sonreí. Me sentí libre de Irene, de todas las Irenes y un poco libre de mí mismo, de mi antiguo yo y su horrible apatía.

 Todavía no se habían escuchado las campanas cuando ya vestido y calzando los nuevos zapatos me dispuse a salir a la calle y andar desprovisto de plan, esperando que el viento más temprano que las nueve me devolviera toda mi libertad y mi despreocupación por las cosas que me habían hecho daño. “Es necesario romper, dejarse llevar por la negativa de un nuevo solitario y sin proyecto alguno lanzarse a la calle y dejarse ser gente dominguera que madruga sin razón. Es saludable y justo cruzar a la plaza, sentarse en el primer banco con sol y volver a decirse que no importa ya nada por un rato, que se es uno y que la vida es uno y nada más” Mis repetidos pensamientos se construían y se prolongaban en ese sentido y su clara conclusión me hizo decir en voz alta, casi gritando: “Soy yo”. 

Caminé, anduve durante dos horas. Paseé por el bulevar de la avenida Belgrano, transité por la zona de negocios de persianas todavía bajas, recorrí hacia abajo la calle más bonita, escuché las campanas de la misa, ya lejos, cuando llegué a la costanera y me dispuse a tomar sol en la pequeña playita desierta. Mientras veía las gaviotas sobrevolar mi cercanía  traté de concentrar mi atención sobre la línea del horizonte. El día, aunque el leve frío en las manos y el abrigo que llevaba denotaban el invierno, se prestaba tan ideal que la realidad se hacía un poco incierta. Todavía no había llegado septiembre pero algunas flores en los balcones se me habían servido a los ojos durante mi descenso a la costa.

Entonces, concentrado como estaba en esa línea horizontal compuesta de agua o de cielo, o de un poco y un poco, me fui despidiendo también de sus ojos verdes, de su ceño fruncido, de tantas  otras cosas que todavía me eran presentes en algún rincón de mi cerebro, detrás de mis ojos, donde se acumula la historia vivida y la imaginación. Y de pronto, al alzar la vista un poco hacia las escasas nubes incapaces de tolerar y resistir una sola forma, me vi reflejado en mi propia conciencia habiendo así desplazado toda imagen, toda forma corporal y conceptual que tenía de Irene hasta el momento.


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