La
ventanilla me adivinaba; todo el viaje poblado de verdes desiertos se metía por
mis ojos y encontraban allí, en algún lugar desconocido, la verdad de mi
existencia.
El paisaje
solía amontonarse de girasoles que inundaban de amarillo todo el vagón y algún cielo rojo pronto a anochecer me traía también la calma. La vida
empezaba a sentirse como parte del verano, de mis quince días libres, del
momento en que el viento me despeinaba y hacía entrecerrar mis párpados. El
mar casi traía la sal hasta mis pies y Buenos Aires quedaba metido en el último
cajón de un escritorio sin nombre.martes, 12 de agosto de 2014
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