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Aquí la tierra se funde con mis manos

sábado, 22 de agosto de 2015

El cielo




El cielo


El boliche tenía las luces rojas y azules bien puestas, girando, dándole vueltas a la noche tropical en el barrio. Era julio y hacía un tornillo que para qué te cuento. Pero la gente había salido y venido, como de costumbre, ese sábado como tantos, esa noche como tantas, a sacudir las cachas y encontrar, tal vez, la borrachera o el amor. Sonaban al taco Los chacales y La Nueva Luna, pero también se mechaba de tanto en tanto el cuarteto cordobés con La Mona a todo trapo.

La muchachada había entrado por la puerta derecha, haciendo la fila desde temprano para conseguir descuento. Algunos ya tenían pase porque el patova los conocía de otro lado y estaba todo arreglado. Las minas y las parejas entraban más tarde por la otra puerta. Había cada piba, cada cuerpito, cada ángel. El boliche tenía fama por el tipo de concurrencia, chicas bien armaditas, pero también dadas. Había chamuyo; uno tenía chance.

Miguel tuvo que pagar la entrada sin descuento. Sus compinches ya estaban adentro cuando él llegó, después de la una. Al pasar la puerta, al correr la cortina negra que lo separaba del Cielo, la música lo tragó por completo y el humo del tabaco lo invitó a prenderse uno.

Hasta que se acomodó a la escasa luz interior, se quedó a un costado, contra una columna, fumando traqui y pispeando a las minas. Después fue a la barra como para entonarse un poco. Tuvo que hacer otra cola, igual que había hecho afuera, y al llegar a la caja pagó un trago de tequila. Tomó con degustación y después se puso a buscar entre la multitud y la semioscuridad la presencia de sus amigos.

Los vio. Les alzó el pulgar. Vino a meterse en la ronda. Dos ya estaban chapando. El resto, ahí, formando el círculo humano. Todos movían al menos los pies en señal de baile. Alguno menos tímido bamboleaba la cabeza un poco y hacía saltar un tanto sus hombros.

La morocha estaba re buena. Venía vestida de azul o negro. Vaya a saber el color. Se notaba que estaba teñida de colorada, aunque todos sabían que era bien morochona hasta la punta de los pies.  Y Miguel la miró, y los otros también. Pero Miguel ya la había querido para él y su primera mirada fue suficiente para que todos lo entendieran.


Había venido al barrio hace poco. Se instaló  a la vuelta de la casa de uno de los pibes. Pero nadie se había animado a preguntarle nada hasta que apareció en el Cielo. Miguel ya envalentonado, después del tequila, se encargó de romper el hielo y se acercó hasta sus ojos para saludarla, darle la bienvenida y preguntarle su nombre.

“Soy Daniela.”

Su voz terminó de dejar tontito enamorado a Miguel y se le puso a chamuyar como hacía rato.

Daniela no paraba de mover sus manos de acá para allá. Parecía una hadita. Su cuerpito no podía estarse quieto; la música la llevaba, le movía los pies y las manos. Sin embargo, sus ojos, de un brillo tremendo, se fijaron en Miguel; eran lo único que tenía quieto. Miguel, el chango Miguel, no podía creer tan lindos ojos.

Le contó que se llamaba Miguel, que trabajaba en el taller de su tío, que vivía como a unas seis o siete cuadras del Cielo, que sus amigotes lo celaban en todo, pero que era una envidia sana, de admiración como se dice. Y lo mejor de todo: él era muy buena gente, y tenía códigos. Para él, un tipo sin códigos era una basura de tipo. Y ella le sonreía y le hablaba de su mamá, de su hermano mayor que estaba preso en el penal de Ezeiza, de su papá, Carlos Rey, ya muerto de cólera, de que se habían mudado por estos lados por trabajo, que ella siempre tenía un ángel aparte, que quería estudiar después de terminar la nocturna, que se tenía toda la fe.

Y así empezaron a conocerse. Mientras tanto, las lucecitas y los flashes blancos del boliche le daban tono a todo eso, hasta que se pudrió, hasta que dos boludos se empezaron a agarrar a trompadas porque seguro que estaban re en pedo. Se ve que venían ya medio mamaos desde la casa y ahora se peleaban por alguna minita o qué se yo. Entonces se metió Miguel para separarlos y para qué. Pum, le dieron un puntazo en la panza y tuvo que venir el Same y la policía.

Miguel, el chango Miguel, sobrevivió. De pura suerte. Los amigos lo acompañaron cuando fue lo del hospital. Creían que se iba a morir por toda la sangre que le salió. Pero zafó de pedo. Cuando Miguel se enteró que Daniela estaba en el hospital la herida sola se empezó a sanar. Entonces, fue ahí cuando el chango creyó: “Me tocó en suerte un angelito”.




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