Buscar y encontrar

Aquí la tierra se funde con mis manos

domingo, 2 de agosto de 2015

un fragmento de algo que empecé




Estaba solo. Bah, solo; habían pateado un hormiguero. Pero a él esa multitud lo resguardaba en un anonimato sólido y solitario. Así eran siempre las terminales de ómnibus; gente alocada de aquí para allá con sus valijas repletas de verano. Sin embargo, todo eso le resultaba una gran tranquilidad. En este tipo de sitios uno se hacía masa, uno se mezclaba con la multitud y no se sufría por un yo expuesto, escénico, trágico; aunque, sin embargo, en silencio, se pensara a sí mismo como sujeto capaz de distanciarse de ese bolo sin forma. Había entonces dos tipos de soledades. Había la soledad del desierto,  la del ermitaño, la soledad absoluta si se quiere. Había también la otra, la del hormiguero desbaratado en la cual uno era un puntito negro que se movía como todos los demás puntitos negros. Y Gabriel conocía bien los dos tipos: se acordaba ahora de la vez que su Renault doce lo había dejado plantado en una ruta camino a la Patagonia, en la banquina, en el medio de la puta nada; quizás por eso prefería las soledades del segundo tipo. Y así venía pensando con su bolso al hombro en la plataforma número cinco cuando el micro semicama de Plusmar hacía su arribo. Era enero, viajaba a Mar del Plata, salía de Retiro.

Una vez sentado del lado de la ventanilla verificó que no hubiese olvidado nada: tenía la cámara de fotos, la libreta de anotaciones, la pantalla solar y los remedios para toda la semana. Era importante haber traído también el libro que estaba leyendo de Saer –como para leer antes de dormir-, pero, como siempre es en todo viaje de vacaciones, algo debe quedar, algo se nos olvida, y es mejor que sea así, porque de hecho eso es garantía de que no estamos tan locos como creíamos,  de que las medicinas van haciendo su labor,  de que no somos unos perfectos neuróticos. Y Gabriel estaba bien al tanto de lo que un olvido significaba para su salud. Así que sonrío y se dejo arrastrar por la comodidad del asiento tapizado de azul. Buenos Aires era un horno. Mar del Plata prometía una mejor sensación térmica, aire de mar, y producción literaria si se lo proponía.

Para Gabriel había varias especies de personalidad, pero él agrupaba en tres grandes grupos a toda la gente. Por un lado, estaban los que podían, los que tenían la capacidad de resolver sus problemas con ingenio y gracia, y eran felices; por el otro lado, también, estaban los que eran más o menos idiotas para poder resolver ninguna de sus cuestiones, pero que también eran felices: no poseían consciencia de sus limitaciones y se dejaban ser a lo largo de toda su vida sin cuestionarse nada. Por último estaba el tercer grupo dentro del cuál él se incluía. Gabriel no era feliz, y tampoco era idiota. Concebía muy bien su idea de mundo y podía razonar toda su problemática angustia existencial; era, cómo decirlo, un ser pensante, consciente de su limitación, pero en el fondo triste a causa de no poder resolver nada. Y en esta cosa estaba lucubrando cuando el coche empezó a andar.

Miraba afuera la calle, el sol de tarde, el asfalto ardiente de enero




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