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Aquí la tierra se funde con mis manos

miércoles, 6 de abril de 2016

Veinte kilómetros




Veinte kilómetros


No es precisa, a pesar de los faros altos. La imagen perdió brillo y nitidez. La miopía se instala más allá del parabrisas delantero, y encima acaba de empezar a llover. Los lentes deben haber quedado en el parador, pero no se quiere volver atrás cuando faltan apenas veinte kilómetros. Las cosas se ponen más difíciles cuando después del primer relámpago en el horizonte queda inaugurado un aguacero torrentoso.

 La ruta no se ve, son las luces rojas del camión que está adelante lo que da referencia al camino. Cada vez llueve más y, aunque los dos limpiaparabrisas van y vienen quitando el agua hacia los costados, es tanta la lluvia que no da abasto el mecanismo. Ella hace un gran esfuerzo por mantenerse a sesenta kilómetros por hora, detrás de dos acoplados que a su vez están ubicados detrás del camión Mercedes Benz. Piensa erróneamente que su Chevrolet no le traerá problemas ahora, hasta llegar a Junín. Pero cuando el motor se para de golpe su posición mental se desvanece y comienza a desatarse como una mezcla miedo e irritación nerviosa que consigue hacerle proferir los peores insultos.

Veinte kilómetros. Nada más que veinte kilómetros y estaba en Junín. Pero no. Ahora hay que hacerse a un lado, encontrar la banquina, poner las balizas y esperar que pare el agua para salir del auto en busca de ayuda. ¿Quién la mando a largarse sola hasta allá? Y solo faltan veinte kilómetros, ¡la puta madre! Entonces comienza a pegarle con las palmas al volante y al asiento, se pone tensa e insulta al mecánico que vio el Corsa antes de salir. Su nerviosismo sin embargo no es lo suficientemente grave como para hacerla bajar y mojarse; prefiere quedarse adentro del auto y esperar mientras la lluvia tumultuosa repiquetea en las chapas y en los parabrisas del auto. El camión sigue su curso y se va haciendo así invisible.

A las cinco de la tarde para la lluvia, y escampa. Sale, baja del auto, pisa el barro con sus botas de gamuza y se pone a la vera de la ruta para enganchar a alguien con un poco de piedad y conocimiento de mecánica automotor. Pero nada: media hora, una hora, y nada. Así que se pone a pensar en la posibilidad de dejar el Corsa ahí donde está y echarse a andar a pie los últimos kilómetros, con la valija y el bolso a cuestas. No va a hacer dedo, ni loca. Es mejor caminar hasta allá. Son veinte kilómetros.

Camina de manera aparatosa; es ridículo o cómico el balanceo de un lado al otro, ladeándose con el peso del equipaje. Sabe que veinte kilómetros no es mucho si se conduce un Corsa en perfecto estado; pero sabe también que andarlos así a pie y con todo al hombro hace que la distancia se vuelva infinita. Entonces para: no queda otra que hacer dedo.

Pero nadie parece verla. Quizá haya entrado en una dimensión distinta, donde es ciega para todo el mundo que pasa velozmente, adentro de sus automóviles sucios de lluvia. Y con esa idea en su mente empieza a desesperarse. Es cuando decide por primera vez ver su teléfono: tiene poca señal, pero sí podría intentar llamar a alguien; pero… ¿a quién? ¿Acaso romper con tu novio y querer irte a la mierda por unos días no es signo de buscar una soledad pura, sanitaria? No está bien llamar cuando no se quiere llamar. La idea era salirnos de la rutina, quebrar con Hernán, irnos a la mierda. Pero ahora… ¿qué hago? Podría llamar a alguna oficina de Junín para pedir ayuda. Pero qué cabeza tenés eh, si ni siquiera planeaste nada; todo fue un dulce arrebato de fuga. Y ahora vos a veinte kilómetros de Junín, sola en la ruta, sin nadie que te quiera ayudar, sin nadie que te quiera.

Al parecer un fiat seiscientos viejo, tan maltratado que no se sabe cómo es que anda, aparece desde el horizonte allá lejos viniendo despacio por la ruta, como a menos de cuarenta kilómetros por hora. Al llegar a su altura, Natalia alza el dedo con vehemencia para ver si esta vez por todas frena el vehículo. Y sí: para. Se llama Helena y vive en Junín. Natalia no puede creer que esté esta vez tan cerca de cumplido su objetivo. Casi llora. Sube al fiat dejando en los asientos traseros todo el equipaje que llevaba hace un rato al hombro. El Corsa quedará ahí varado hasta que alguien se lo pueda remolcar.

Empiezan a hablar de manera distendida sin saber que a los dos minutos de ahí el motor del fitito no dará abasto y se parará dejando tras él un humo negrísimo que se convertirá en fuego. Las dos mujeres tendrán que salir del auto dejando que explote a diez metros de su feroz corrida. ¡El bolso y la valija!

Ahora son dos las mujeres a la vera de la ruta.

Anochece.




Ya es muy entrada la mañana del día siguiente cuando un buen chofer de una Dodge, camioneta que parece un lujo de cómo está, las ve a las dos mujeres solas, sin coche, ni pertenencias, al costado del camino. Y el tipo empieza a aminorar la velocidad de su camioneta más por interesado en el fenómeno que están viendo sus ojos que por clemencia o solidaridad: ¡dos bombones solos! Y hacía semanas que andaba de aquí para allá transportando cosas de todo tipo, menos mujeres lindas. Entonces para y les hace señas para que suban.

Creo que faltaban dos kilómetros cuando al tipo lo para la policía.

Natalia jamás llegará a Junín. Natalia jamás tuvo que haber salido de Buenos Aires. Natalia no tiene nada que hacer acá en la comisaría cuarta de Junín por portación de unos cuantos kilos de cocaína. ¿Quién la mandó a subir a esa camioneta tan lustrosa? ¿Y el Corsa? No, no puede ser que nos esté pasando esto. Ahora mismo, ¡vamos!, bajen el telón. He dicho basta de cuento. Hernán, Hernán, ¿dónde estabas? Ya no sé qué es lo que pienso. Vino el médico y te encontró tirada en la alfombra. ¡Con qué te diste, Natalia! Ay Hernán, gracias a dios que viniste; no llegaba más a Junín.




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