Una rosa para mamá
Había
llegado septiembre, en todas las macetas. En casa, el patio se desparramaba en
flores. Mamá se afanaba en la tarea de regarlas todas día por medio. Nosotros, afuera, con la pelota.
Incluso Soledad se sumaba al fútbol, con una muñeca en su mano izquierda. El
barrio era tranquilo: calle de tierra, casas quintas con sus jardines
invisibles, al resguardo del polvo y las miradas, separados por altas
ligustrinas.
Había dos
tipos de vecinos. Los que te atendían el timbre, y los de los que tenían perros
grandes. Uno de esos días a Pancho se le escapó la pelota de un puntazo a la
casa de los Juárez, al jardín que aún tienen, entre rejas y paredones. Nosotros
dimos el juego y el juguete por perdido. Era imposible dar otra vez con la
pelota. Encima las cámaras de la esquina de la casa nos vigilaban. Pero Pancho
no era cobarde, y tuvo que meter la pata hasta el fondo; cuando nos
descuidamos, el muchachito de rodillas sucias y menos de un metro de estatura,
ya estaba subido al paredón norte, saltando el muro para ir atrás de la pelota
de cuero.
Y para qué.
Salieron los perros del Juárez a correrlo con dientes de tigre. Rezábamos en
todos los idiomas para que Panchito volviera sano y con la pelota a cuestas. De
pronto, pararon de ladrar, y no sabíamos nosotros si era porque a Pancho se lo
habían comido o por qué. Al rato apareció por la puerta con Don Juárez, que
había dejado su siesta a causa de los ladridos. Fue entonces cuando nos insultó
a todos. Nosotros esperábamos que nos devolviera a Panchito, más que a la
pelota. Por suerte, así fue. Lo que no pudimos tener de vuelta fue el fútbol
por unos meses. Pero no nos quedaríamos así con las manos sucias y vacías.
En casa,
después, a la noche, Pancho le regaló una rosa a mamá. Ella muy contenta le
preguntó de dónde la había sacado. Él se quedó en silencio y me sonrío de
manera cómplice. Algo faltaba en el jardín de los Juárez.
La nostalgia llega a través de este relato, ¡Qué ganas de retroceder el tiempo!
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