El viejo
El
tiempo, liso, como un río en la memoria (pero un río calmo y tranquilo), a la
orilla de las cosas, penetra en cada quien, en cada uno, como el agua ablanda
la piedra, y va sencillamente moldeándola a su antojo, como si no hubiera
ideales o razones donde apoyar los pilares de este pasar por los rincones del
mundo. Todo, todo todo, es desgastado por ese tiempo liso, calmo, paradójico
por ser ingobernable, tirano por caprichoso, tenaz aunque suave, como las olitas
de un río liso, llano y plano. Planchado.
Y
ahí estoy yo, entre dos sucesivas eternidades que se ensamblan, que se
superponen, haciendo de mis hitos un chasquido, una nada, en el medio de la
ausencia y de lo oscuro. Más que por la
vida, me pregunto por el tiempo y su juego de luces y avisos, por esa
conciencia que tenemos los seres capaces de sucumbir a la nostalgia y al tango,
por la memoria indescifrable de nosotros los ancianos, que solemos ver los años
viejos como si todo hubiese sucedido recién esta mañana.
Las arrugas me cosen la sonrisa, me pitan con
maquillaje oro la vida y los recuerdos, tal las mudas de los camaleones y las
víboras, tal los disfraces del carnaval y sus febreros. No soy quien era yo
entonces, cuando las cosas las tenía delante, cuando la vida era un porvenir
inacabado, siempre un después, una esperanza. Ahora soy el que se acuerda, el
que rememora, el que nostalgia con milongas las penas grandes, el que viste
viudo y negro las cenizas de la mujer.
De
aquella época niña me quedó como memoria la eternidad. Los años se sucedían
lejos de mí. Cada cosa que pasaba por mi conciencia era un suceso aletargado,
lento, como si el mundo estuviera a favor de la distancia que existe entre una
galaxia y otra, como si el mundo hubiese renunciado a su afán de juntar
cadáveres en los agujeros de la tierra, como si todo fuera subirse al tobogán o
patear una pelota.
Pero los relojes siguieron marcando la hora;
los calendarios, los días y los meses. Y fue así que crecimos, que conocimos el
dolor del tiempo, los años, la estatura de los adultos y el odio a nuestros
enemigos. No hay razón, jamás hubo ni habrá. El devenir es por sí mismo; no
tiene lógica ni precio ni tampoco forma de cambiarlo por otra cosa.
Ahora
me toca a mí ser el anciano; ahora a mí me toca el parkinson y la demencia, el
reuma y los huesos, el perro que me lame las llagas.
La
muerte y la hoz se acercan con ese ostensible encanto gallardo.
Todo un río se me viene a la boca.
grata sorpresa
ResponderEliminarbellisimo
Gracias, Valentín!
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