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Aquí la tierra se funde con mis manos

domingo, 25 de septiembre de 2016

El viejo



El viejo

El tiempo, liso, como un río en la memoria (pero un río calmo y tranquilo), a la orilla de las cosas, penetra en cada quien, en cada uno, como el agua ablanda la piedra, y va sencillamente moldeándola a su antojo, como si no hubiera ideales o razones donde apoyar los pilares de este pasar por los rincones del mundo. Todo, todo todo, es desgastado por ese tiempo liso, calmo, paradójico por ser ingobernable, tirano por caprichoso, tenaz aunque suave, como las olitas de un río liso, llano y plano. Planchado.
Y ahí estoy yo, entre dos sucesivas eternidades que se ensamblan, que se superponen, haciendo de mis hitos un chasquido, una nada, en el medio de la ausencia y de lo oscuro.  Más que por la vida, me pregunto por el tiempo y su juego de luces y avisos, por esa conciencia que tenemos los seres capaces de sucumbir a la nostalgia y al tango, por la memoria indescifrable de nosotros los ancianos, que solemos ver los años viejos como si todo hubiese sucedido recién esta mañana.
 Las arrugas me cosen la sonrisa, me pitan con maquillaje oro la vida y los recuerdos, tal las mudas de los camaleones y las víboras, tal los disfraces del carnaval y sus febreros. No soy quien era yo entonces, cuando las cosas las tenía delante, cuando la vida era un porvenir inacabado, siempre un después, una esperanza. Ahora soy el que se acuerda, el que rememora, el que nostalgia con milongas las penas grandes, el que viste viudo y negro las cenizas de la mujer.
De aquella época niña me quedó como memoria la eternidad. Los años se sucedían lejos de mí. Cada cosa que pasaba por mi conciencia era un suceso aletargado, lento, como si el mundo estuviera a favor de la distancia que existe entre una galaxia y otra, como si el mundo hubiese renunciado a su afán de juntar cadáveres en los agujeros de la tierra, como si todo fuera subirse al tobogán o patear una pelota.
 Pero los relojes siguieron marcando la hora; los calendarios, los días y los meses. Y fue así que crecimos, que conocimos el dolor del tiempo, los años, la estatura de los adultos y el odio a nuestros enemigos. No hay razón, jamás hubo ni habrá. El devenir es por sí mismo; no tiene lógica ni precio ni tampoco forma de cambiarlo por otra cosa.   
Ahora me toca a mí ser el anciano; ahora a mí me toca el parkinson y la demencia, el reuma y los huesos, el perro que me lame las llagas.
La muerte y la hoz se acercan con ese ostensible encanto gallardo.

 Todo un río se me viene a la boca.   


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