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jueves, 8 de junio de 2017

Ángel caído


Ángel caído



No es que yo crea en los demonios, en el Diablo o en los ángeles caídos. Sería para mí mucho más sencillo ahora, para entenderlo todo, creer en todas esas estupideces y supersticiones ; pero, vaya a saber usted decirme cómo es que conocí a un Ser tan infinitamente terreno siendo por ello también celestial, como si se hubiera caído de golpe del mismísimo Cielo. Lo cierto es que, ahí, donde me crié, en el Pueblo de Villa Rosa, cuando yo tenía veintiséis años recién cumplidos, vine a enamorarme de una diabla del tamaño de un ángel. Su cuerpo era una infinidad de atributos seductores, su pelo encrespado y rojo hacía fulgurar mis ojos ante su aparición, sus ojos negros encendían mi espíritu y su espíritu… su espíritu era álmico, lo rodeaba una aureola de santidad. La llamé para mis adentros: la Santa Diabla, desde que la vi por primera vez. Era santa y diabla a la misma hora. Cumplía con sus dotes de bondad, y también con la seducción de un demonio a las brasas. Tenía las caderas pronunciadas y su busto era imperdible para los que sabíamos mirarla de frente. Empecé en ese entonces a cortejarla, a ver si me la podía enganchar para mí. Pero en Villa Rosa había unos cuantos hombres bien dispuestos a hacer lo mismo que yo y yo no era el mejor en las artes del piropo. Santiago Porres, uno de los tantos hombres que le arrastraron el ala a Judith, porque así se dio en llamar la diabla santa, tuvo la mala suerte de ser elegido por ella y de caer dentro de sus encantos (corporales y mistéricos). No fui yo el agraciado, finalmente; aunque sí tuve suerte de no meterme con Judith. Dicen que la diabla, angelito caído del cielo, se lo tragó de un beso al pobre hombre, y desde ese momento no se supo más nada de don Santiaguito Porres. 




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