Si mi
existencia depende de Dios, el Azar o el Destino que forjó un oráculo perdido
en la montaña, no lo sé. De lo que estoy seguro es que lo que la vida tiene de
luz también tiene de incomprensible paradoja y oscuridad. ¡Cuántas historias se
hicieron de la mano de sinrazones!, y ¿por qué soy yo y no es Fulano de Tal
quien tenga que andar por estas calles tratando de entender los porqués de todo
esto? Podría pensar, imaginar, hipotetizar, pero no, aunque esta vez, por
alguna desnaturalización del mundo, sí…
Sería
absurdo aunque no imposible, al menos por un rato, creer que otro distinto de mí esté rondando en
el reverso de las cosas haciendo lo mismo que yo en este lugar del planeta. Sin
embargo, a veces, por infortunio de astros que se chocan, la gente tiene un
mellizo existencial, un ser sin hermandad ni sangre común alguna pero que lleva
en su impostura la vida de uno repetidas veces hasta el infinito.
Nadie sabrá
decirme por qué hoy, justo hoy, me vino a tocar en suerte encontrarme con él.
Sí, él, mi otro. Estaba mirando a través de la vidriera de una librería el
mismo libro que busco comprar hace un mes. Es él. La misa cara, la misma manera
de caminar, el mismo sombrero que a veces uso. Y sé por qué (un indicio de sobreexistencia me
pide desde el fondo de mi voluntad que lo explique) necesito que uno de los dos
desaparezca.
La dualidad
es parecida a la nada. Ser dos veces lo mismo puede resultar un producto
resbalizo, una ecuación donde el debe y el haber, el numerador y el denominador
se neutralizan recíprocamente. Ni siquiera queda un valor negativo. Neutralizamos todo. La
existencia duplicada resulta por ello un principio de la indiferencia más
absoluta. Por eso, antes que dos, antes que nada, es mejor que uno sea uno y no
un doble desenfrenado que se repite infinitas veces.
Por todo ello, uno de los dos tiene que desaparecer...