Miedo al coco
Bs As, 14 de abril de 2015
Estimado Sr Gutiérrez:
Le pido antes que nada, señor
Gutiérrez, mil disculpas por molestarlo con una carta. No me atrevo de otro
modo a contar lo que me pasa. Y sé que usted es un psicólogo comprensible, que
va a entenderme perfectamente.
Por recomendación de un amigo
llego a usted. Quizás algo tarde, pero no quiero dejar pasar este asunto más de
la cuenta. Me presento. Soy un hombre en mis cuarenta años. Un tipo razonable,
inteligente, prometedor. Si le pregunta a mis amigos ellos sabrán contarle cómo
llevo mi vida. Verá que hasta ahora he sido un señor exitoso en cada una de mis
empresas, maduro en cada compromiso que he llevado a cabo, sólido en cada
proyecto y perspectiva. Desde muy joven afronté los avatares y vicisitudes con
destreza; le demostré a mi familia que podía sobrellevar la carga de las
responsabilidades más demandantes; y así fue como conseguí el amor de
Clementina, mi actual mujer; así fue también como tuve mi primer hijo, y mi
segundo. Soy además una persona culta. Como verá, además de todas mis
seguridades, tengo mi título de Licenciado en Economía, mi master en Marketing
y algunos otros postgrados que evito mencionar para no aburrir. En definitiva,
soy un hombre hecho y derecho. Eso es lo que quiero que quede claro.
Usted
podrá apreciar todo esto y mucho más cuando me conozca personalmente. Pero le
pido que me tenga paciencia con esta carta y me la lea antes de acordar una
cita. Y disculpe que lo entretenga un poco con mi historia personal, pero es
que ahí radica el quid de mi problema. Me voy a remontar a mi niñez.
Cuando era niño, allá en mi
pueblo natal, mi queridísima abuela que en paz descanse, me contó una vuelta
antes de dormir la historia del coco. Una terrible historia que no voy a narrarla
ahora por cuestiones emocionalmente comprometedoras que no quiero revolver.
Pero fíjese usted. A pesar de mi trayecto como persona y profesional, como
amante de la ciencia y la razón, aún hoy, jamás pude despegarme del miedo al
coco. Y tengo problemas serios de noche. No puedo dormir bien, y si lo hago
tengo que llevar la lámpara del velador encendida siempre. Si alguna vez mi
mujer me apaga la lámpara, corro riesgo de mojar la cama entera. ¿Ve? No
resuelvo el miedo hasta ahora. Mi mujer es una santa y cuando suceden estas
cosas no dice absolutamente nada. Me ayuda con el colchón a la mañana y lo
secamos al sol. Esto lo termino resolviendo puertas adentro, pero no consigo
quitar el problema de raíz.
Como verá señor Gutiérrez,
usted sabrá comprender, mi mujer y yo arreglamos las cosas en la intimidad y no
hay miedo al coco mientras duerma con la luz prendida. Pero lo que no llego a
comprender es por qué un hombre como yo, tan racional, triunfador en muchas
cosas de la vida, tenga que tenerle todavía miedo al coco.
Espero que me encuentre una
respuesta; no ya a mi problema con el coco, que lo tengo muy asumido, sino la
contradicción, y espero no le aburra mi carta, de por qué un tipo como yo
tiene, aun exitoso y maduro, un miedo tan infantil.
Lo saluda cordialmente, su
próximo paciente.
Dr Carlos Hernán López Camelo