El silencio
preludiaba la tormenta. Veinte minutos más tarde se desataría desde el cielo
una lluvia diluviana. Aquel silencio encapsulado por la atmósfera caliente,
oscurecida por un plano gris que invadía el cielo azul ahora invisible, se
cernía en un tiempo impasiblemente nulo, como si la ausencia rara de sonidos
suspendiera el correr de los acontecimientos. El reloj tenía sus dos agujas
apuntando al número tres. La tarde se apreciaba a través de las copas inmóviles
de los eucaliptos, quieta, sin una sola brisa. Los rostros brotaban su sudor,
su agua salada, su caloría. El horizonte era un círculo que rodeaba la casa
cuya única conexión civilizadora estaba regida por un camino recto de tierra
que unía la construcción hacia el norte con algún punto más allá de la línea
visible donde se confundían el cielo gris con el suelo verde.
El silencio
preludiaba la tormenta. Un silencio monolítico, invariable, inmóvil. Una
ausencia que al cabo de un cuarto de hora se convirtió en una raya de luz,
uniendo algún punto del plano gris con una rama de eucalipto a cien metros de
la casa. Un momento, un pequeño instante de espera, tuvo que sostenerse hasta
poder oírse el primer ruido. Trueno. Primer trueno.